La salud es considerada habitualmente como uno de los mayores bienes de los que puede disponer el ser humano. Hablamos de salud física, mental, emocional, laboral, etc. Entre otras razones porque la salud nos permite desarrollar al máximo nuestras potencialidades y alcanzar un alto grado de bienestar personal.
Sin embargo antes o después, a veces sin saber por qué, nuestra salud comienza a verse afectada, nuestro cuerpo se resiente y tendemos a padecer determinadas enfermedades. En cierto modo y como afirma S. Sontag, «la enfermedad se convierte a partir de entonces en 'el lado oscuro de la vida' con el que tenemos que aprender a convivir».
Cuando se presentan, tanto el dolor como la enfermedad y el envejecimiento, nos hacen ser conscientes de nuestra condición de seres frágiles y vulnerables, expuestos al paso inexorable del tiempo.
A diferencia de otras épocas pasadas de la historia, ahora ni la enfermedad ni la muerte se interpretan o reciben el sentido de un fundamento absoluto ya sea Dios, la nación, la verdad, etc. En cierto modo y como si se tratase de un péndulo, se ha pasado al extremo opuesto. Ahora el culto al cuerpo, a la belleza, a la estética de la figura humana se han erigido en una especie de nueva religión. Que cuenta con un número cada vez mayor de creyentes y practicantes. Viene a ser un nuevo producto del mercado, inducido y generado por la sociedad de consumo.
En EEUU hay padres que regalan a sus hijas cuando cumplen 15 años operaciones de cirugía de pechos. Y la proliferación en país de clínicas privadas de estética, a veces ilegales, que ofrecen precios más baratos, atraen la presencia de consumidores crédulos e inconscientes de los graves riesgos en los que incurren. Son probablemente actitudes extremas que denotan sin embargo la relevancia que adquiere el propio cuerpo en las diversas épocas de la historia.
Ante lo cual cabe afirmar en primer lugar que el ser humano es más, mucho más que su constitución física o biológica. Cada ser humano va creciendo, madurando psicológica y afectivamente, y sobre su naturaleza originaria, incorpora una segunda naturaleza, de carácter biográfico, que le permite desarrollar otra dimensión, no estrictamente corporal.
Hablamos del mundo de la cultura, de las ideas y de los valores., que van impregnando y cincelando nuestra vida. Que van a incidir, en gran medida, en las decisiones que puedan afectar a nuestra salud y enfermedad. Porque el estado de salud, obviamente, no es eterno y a veces el dolor y la enfermedad, se cuelan sin haber sido invitados, y hacen acto de presencia inesperada entre nosotros.
Llegado ese momento, una de las opciones posibles y en cierto modo relativamente frecuentes en la sociedad actual es guardar silencio, ocultando a veces públicamente o incluso negando la afección. Así sucede por ejemplo en el caso del cáncer. De hecho es frecuente leer en la prensa, al referirse a un personaje famoso, la expresión «murió al cabo de una larga y penosa enfermedad». Pero no se nombra, y se elude pronunciar su nombre.
Otras veces son el juego de palabras, los eufemismos o metáforas, los recursos que se utilizan para referirse y aludir a dichas enfermedades. Para no nombrarlas abiertamente. Sin embargo, como afirmaba la célebre escritora S. Sontag, tras haber padecido cáncer durante varios años, «el modo más auténtico de encarar la enfermedad es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico». El silencio no cura. Ni el dolor ni la enfermedad son juegos de palabras.
Y es que la actitud de ocultar el dolor o negar su existencia, en las más diversas circunstancias, conduce a veces a negarnos a nosotros mismos, a propiciar el autoengaño. Llegando incluso a la «conspiración del silencio» ante la muerte.
Los motivos de fondo pueden ser muy diversos. Pero quizás sucede como advierte Quintana: que el dolor no encaja totalmente dentro de la civilización tecnológica en la que vivimos. Y tampoco casa, podríamos añadir, con la sociedad de consumo que nos rodea, y habita entre nosotros, de imágenes, cuerpos y figuras esbeltas.
En cierto modo, tanto el dolor como la enfermedad, el envejecimiento y la muerte conviven en un mundo ajeno y lejano al homo faber (productor) y homo economicus (consumidor) que se ha ido forjando en las sociedades desarrolladas.
Sin embargo, convendría adoptar una posición muy distinta: deberíamos aceptarlos como realidades propias de nuestra naturaleza. Asumiendo con naturalidad nuestra condición humana de seres limitados, frágiles, expuestos al tiempo, al envejecimiento y al desgaste orgánico. Siendo conscientes de que somos mortales desde que nacemos y que en última instancia, como advertía Th. Adorno «la huella de la enfermedad se delata sola».
Fuente: larioja.com/Salud, Enfermedad y Silencio/Prof. Javier Blázquez Ruíz